Juan apoyó la taza de café sobre la mesa, se acercó a María y
a sangre fría le dijo: “
Tengo algo que contarte pero no se bien por donde comenzar.” Ella quien ya sabía de sus amoríos recurrentes y de hecho habia perdonado más de los que hubiera querido, replicó: “seguramente tuviste
un pequeño inconveniente con alguna de tus
mujeres, que por cierto solo tienen
pajaritos en la cabeza”. Pero esta vez no se trataba de ninguna infidelidad, Juán lo había arruinado todo y de la peor manera.
Él titubeó unos segundos y comenzó a explicar lo ocurrido. “Anoche, cuando nos despedimos, me fuí al bar de la esquina para pensar en todo lo que habíamos hablado. Se muy bien que
nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos amantes incondicionales que se prometen amor eterno. Y se también que muchas veces dejé
la habitación cerrada a tus súplicas de deseos personales. Pero tienes que comprender que después de anoche todo ha cambiado.
Cuando me senté solo en aquella mesa a tomar una copa de cognac, lo ví. Dos mesas más lejos de la mía,
un hombre en la oscuridad alzaba su copa como invitándome a otro trago. En ese instante
el color que cayó del cielo desintegró mi escencia para siempre. Yo, un simple y racional mortal, me encontraba dibujando los mas extraños pensamientos
en las montañas de la locura desconocida hasta entonces. Transgresora pero hiriente a la vez. Un abismo tan desconocido que recorria
la alfombrilla de los goces y los rezos suplicando piedad de mi. De ese Juan que había sido hasta hoy, el
tulipán negro que todas las mujeres querian alcanzar.
Hoy solamente necesito volverme
invisible a tu mirada y que aceptes mis disculpas, como
las confesiones de una máscara que no se atreve a despedirse sin guardar
la eternidad del instante en el que alguna vez te dijo que te amaba.